Poder, bendito y maldito poder: el destino de sus encarnaciones individuales
Sin lugar a dudas el poder en general y el político en particular se
encarna temporalmente en ciertas personas, que hacen uso y muchas veces abuso de
él para beneficio propio y de su círculo de amigos, con los cuales comparten
las delicias circunstanciales del mismo.
Privilegio, este, que lo pagarán muy caro.
El poder es, creo, autocomplaciente, se explica en sí y para sí mismo, tiende
a su acumulación, en razón de lo cual se transforma en poder de dominación.
Así, el poder se posa violentamente sobre
la humanidad y la naturaleza, es acción de dominar, domar, reprimir, destruir.
En realidad el poder no pertenece a nadie, se pertenece a sí mismo, igual que
el capital que, al final, no responde a ningún individuo particular, sino a sí
mismo como lógica de acumulación sin fin. Los individuos particulares en los
cuales se encarna solo son su posibilidad de mantenerse, reproducirse y
acumularse al infinito, extendiendo cada
vez más su dominio. Se trata de la mayor expresión del extrañamiento
humano respecto de sí mismo.
El desconocimiento que los individuos o grupos particulares que
temporalmente lo encarnan, es lo que permite que el poder crezca en su dominio
por acumulación, por lo cual estos individuos deben creer que ellos tienen el
poder y no que es el poder el que los tiene a ellos. Esta extrema enajenación que sufren los individuos que personifican
circunstancialmente el poder es absolutamente necesaria para su reproducción.
Esto explica los estados delirantes de estos individuos colonizados por el
poder, como por ejemplo los caudillos, los reyes, los gobernantes, los
directores, los jefes, etc., que creen que lo son por alguna predestinación
metafísica de sus cualidades personales. Es, obviamente, muy funcional a la
reproducción del poder el delirio de sus encarnaciones individuales, pues
mientras más delirantes más mueven la lógica de dominación que afirma el poder
por el poder. Mientras más enajenados más violentos, mas autoritarios, más
represivos, más amos dominadores y por lo mismo más y mejores siervos
del poder en su voracidad por acumularse.
Mientras mayor servidumbre de las personificaciones del poder a su
mandato (¡domina!) mayor su destrucción humana, pierden toda voluntad de humanización,
en la voluntad de poder, del Poder. Cuando el delirio de esta servidumbre del poder llega al
límite de su posibilidad, ya no son útiles para los planes de reproducción del
poder, necesitan ser eliminados, sacrificados en la plaza pública. Esto
significa que de un momento al otro, sin proceso que suavice el impacto, son expulsados
de los dominios del poder y devueltos
a su terrena humanidad, pero totalmente destruidos en esa misma humanidad. Se
convierten en la víctima a sacrificar para que el poder se recomponga del
desgaste de su propia acción de dominio, la destrucción de la persona que
encarnó el poder es el alimento del propio poder para seguir expandiéndose.
Solo para ejemplificar lo dicho, obsérvese el destino trazado anticipadamente
para uno de gobernantes más serviciales del
poder, que ha tenido el país. Pasó, en un año, de ser el ungido todo poderoso a
un vulgar delincuente y secuestrador. Será
real o simbólicamente sacrificado en la plaza pública, porque su cuerpo físico
o simbólico inmolado es requerido por el
poder para empezar su nuevo ciclo de acumulación.
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